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quieres... He sido un hombre desgraciado, no criminal; puedes creerlo. Ligero, imprudente, violento; pero
no malo. Antes de que se me nuble la inteligencia por completo, tengo que hacerte dos encargos: uno, que
entregues este sobre a Juan Machín, el minero. Entrégaselo un año después de mi muerte, o antes, si las
circunstancias te obligan a abandonar Lúzaro. El otro encargo es que protejas en lo que puedas a mi hija,
que va a quedar desamparada. ¿Has comprendido?
-Sí.
-¿Tienes inconveniente en jurar que cumplirás mis encargos?
-Ninguno.
-Pues bien. ¿Juras que reconocerás como pariente a mi hija María de Aguirre, siempre, digan lo que
digan, y que la favorecerás con todos tus medios?
-Sí, lo juro.
-¿Juras que entregarás esta carta a Juan Machín, el minero, dentro de un año o antes si las circun-
stancias te obligan a abandonar Lúzaro?
-Lo juro.
-¡Oh, gracias, gracias! No es que pudiera dudar de una simple promesa tuya, pero así estoy más tran-
quilo. Toma el sobre. Guárdalo.
Yo guardé el sobre en el bolsillo interior de la americana.
-¿Quiere usted algo más? -le pregunté.
-No, nada más. ¿Cómo te llamas, sobrino?
-Santiago.
-¡Ah! Shanti. Así se llamaba también mi padre. Haz el favor de decir a mi hija que venga.
Llamé, y se presentó la muchacha rubia, ¡mi prima! Tenía los cabellos despeinados por el viento, la ropa
mojada por la lluvia; en sus ojos se leía una decisión huraña y melancólica, que me sorprendió.
-Ven, Mary-dijo el viejo capitán-. Dala mano a este caballero. Es primo hermano tuyo. Será para ti un
amigo, un defensor cuando yo falte.
La muchacha sollozó al oír esto.
-Dale la mano -siguió diciendo mi tío-;tiene la cara franca, y aunque no le conozco apenas, creo que
puedes fiarte de él.
-Sí, yo también lo creo -dije yo.
La muchacha miraba a su padre y me miraba a mí con honda amargura. Alargó su mano, pequeña y cal-
losa, que estreché un momento en la mía.
-Bueno -murmuró el viejo-; no quiero retenerte más, Shanti. ¡Adiós! -y me tendió los brazos y me
estrechó en ellos débilmente. Salí del cuarto y bajé con Mary al raso del caserío.
-Si puedo servir a usted en algo, dígamelo usted -advertí a mi prima.
-Hoy no necesito nada. Cuando necesite...
-Entonces, hábleme usted sin ningún reparo.
-Así lo haré.. ¡Muchas gracias!
-Adiós, Mary.
-Adiós.
75
Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
En la puerta de la tapia me esperaba Allen con el caballo. Lo sostuvo de la brida para que yo pudiese
montar, y me dijo:
-No necesitará usted guía, ¿eh?
-No.
-El caballo sabe el camino; le dejará a usted en la herrería de Aspillaga.
-Muy bien.
La noche había aclarado; la luna, en creciente, aparecía envuelta en nubes, y su luz alumbraba con
vaguedad el mar. El viento bramaba furioso. Círculos de espuma fosforescente brillaban sobre las olas.
Como me había dicho Allen, el caballo sabía el camino y tuve que refrenarlo para que no partiera al
galope. Llegué rápidamente a la herrería, y de allí, a pie, volví a mi casa.
No sabía qué decir a mi madre; quizá le iba a producir una gran emoción hablándole de que su hermano
vivía a poca distancia de ella, enfermo, casi moribundo.
Cuando entré en mi cuarto, mi madre, aún despierta, me preguntó desde la cama:
-¿Te ha ocurrido algo?
-No, nada.
-¿Te has mojado?
-No.
-¿Pasa algo importante?
-No; mañana te lo diré.
Guardé en el cajón de la mesa, bajo llave, la carta que me había dado mi tío para Machín; luego me
acosté; pero por más que quise dormir no pude conseguirlo.
Al día siguiente conté a mi madre la escena de la noche anterior en Bisusalde, y no sé si dudó de la
veracidad de lo dicho por su presunto hermano, o si creyó que querría quitarnos parte de la herencia; el
caso fue que mi madre no se conmovió tanto como yo creía, y hasta se me figuró que le pareció mal que
yo me comprometiese a ayudar a mi prima.
Después he visto claramente que las madres lo reconcentran todo en el interés de los hijos y descon-
fían de lo que puede perjudicarles.
Yo no dudaba: tenía la evidencia de que el viejo era Juan de Aguirre y de que Mary era mi prima.
76
Urbistondo y su familia
Capítulo VIII
Durante algún tiempo fui casi todos los días a la casa de la playa. Mi tío marchaba cada vez peor. El
médico vaticinaba el final para un breve plazo.
Varias veces pregunté a Mary si tenía algún proyecto para el porvenir. Ella me dijo que podría dar lec-
ciones de inglés a muchachos de Elguea y seguir viviendo allá; pero yo le advertí que esto era imposible:
-¿Por qué?
-Porque no, criatura. ¿Cómo le van a tener respeto muchachos de su misma edad o mayores que usted?
No puede ser.
-¿Y si les enseño el inglés tan bien como otro profesor?
-Aunque así sea. No iría nadie, o, mejor dicho, irían muchos; pero no a aprender el inglés, sino a hac-
erle a usted el amor.
Ella quedó pensativa.
-¿Y si me pusiera a coser y a hacer trajes para las señoras?
-Pero ¿sabe usted algo de eso?
-No, pero aprenderé.
-Quizá fuera práctico.
Yo le ofrecí pagarle todo lo que necesitara, aunque dudaba mucho del éxito. El mismo día escribió a
Bayona y a París pidiendo catálogos y periódicos de modas. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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