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y sus bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por
encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no
hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna
intervención extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por
encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o
poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de vigilancia incesante pasé tres días.
Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el extranjero,
acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar
dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y pedí a los criados que sacaran al jardín una
mesa a una botella de vino. Me senté entonces, colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la
seguridad que nadie podría turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.
Ellos me desearon que mi esposa se encontró bien, que no se viera obligada a guardar cama,
esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles y con una lengua titubeante, acerca del niño? El
oficial al que no conocía era un hombre tímido q mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba
¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí idea de que había visto allí algo que le hacía
sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté que suponía que... pero me detuve.
-¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede pensar
un hombre asesinando a un pobre niño?
Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la
tranquilidad aunque me recorrió un escalofrío.
Entendiendo equivocadamente mi emoción ambos se esforzaron por darme ánimos con la
esperanza de que con toda seguridad encontrarían niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí!
cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros que,
dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído.
-¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes.
¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un perro de esa raza
supe lo que eran, y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros
habló o se movió.
-Son de pura raza -comentó el hombre al que había conocido en el extranjero-. Sin duda no habían
hecho suficiente ejercicio y se han escapado.
Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se movían
incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando
vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el
tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y acercando el hocico al
suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor
ansiedad que nunca, y aunque seguían igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como
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al principio, sino que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que
había entre ellos y yo.
Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico
aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi
aspecto en el rostro de los dos hombres que me acompañaban.
-Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.
-¡No han olido nada! -grité yo.
-¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran preocupación-. Si no, van a despedazarle.
-¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí! -grité yo-. ¿Acaso los perros
van a precipitar a los hombres a una muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos
-¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al que yo no conocía sacando la espada-. En e
nombre del Rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre.
Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, mordiéndoles y golpeándoles come un
loco. Al poco rato, ambos me inmovilizaron, y vi a los coléricos perros abriendo la tierra y
lanzándola al aire con las patas como si fuera agua.
¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y
rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado
por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o
para enfrentarme varonilmente a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza ni amigo alguno.
Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades que le permitirían ser consciente de mi desgracia o
de la suya. ¡Estoy solo en este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!
[De Master Humphrey's Clock]
Para leer al atardecer
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.
Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la cumbre del Gran San
Ber nardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como si se hubiera
derramado sobre la cima de la montaña una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo
todavía de hundirse en la nieve.
Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos, que era alemán
Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían prestado a mí, sentado en otro banco
al otro lado de la puerta del convento, fumándome, mi cigarro, como ellos, y también como ellos con
templando la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros
retrasa dos iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría
región
Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue absorbido; la montaña, se
volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo; se levantó el viento y el aire se volvió terrible
mente frío. Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta
más seguro imitar, me abotoné el mío.
La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco correos. Era una vista
sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación. Pero ahora que la puesta de sol
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había terminado, la reanudaron. Yo no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no
me había separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el
rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes de que
el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares que se había
conseguido nunca en un país.
-¡Dios mío! -dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece, tal como les suele
suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra pícara, y sólo tengo que ponerla en
esa lengua para que parezca inocente-. Si habla de fantasmas...
-Pero yo no hablo de fantasmas -contestó el alemán. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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y sus bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por
encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no
hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna
intervención extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por
encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o
poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de vigilancia incesante pasé tres días.
Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el extranjero,
acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar
dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y pedí a los criados que sacaran al jardín una
mesa a una botella de vino. Me senté entonces, colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la
seguridad que nadie podría turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.
Ellos me desearon que mi esposa se encontró bien, que no se viera obligada a guardar cama,
esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles y con una lengua titubeante, acerca del niño? El
oficial al que no conocía era un hombre tímido q mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba
¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí idea de que había visto allí algo que le hacía
sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté que suponía que... pero me detuve.
-¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede pensar
un hombre asesinando a un pobre niño?
Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la
tranquilidad aunque me recorrió un escalofrío.
Entendiendo equivocadamente mi emoción ambos se esforzaron por darme ánimos con la
esperanza de que con toda seguridad encontrarían niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí!
cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros que,
dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído.
-¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes.
¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un perro de esa raza
supe lo que eran, y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros
habló o se movió.
-Son de pura raza -comentó el hombre al que había conocido en el extranjero-. Sin duda no habían
hecho suficiente ejercicio y se han escapado.
Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se movían
incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando
vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el
tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y acercando el hocico al
suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor
ansiedad que nunca, y aunque seguían igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como
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al principio, sino que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que
había entre ellos y yo.
Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico
aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi
aspecto en el rostro de los dos hombres que me acompañaban.
-Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.
-¡No han olido nada! -grité yo.
-¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran preocupación-. Si no, van a despedazarle.
-¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí! -grité yo-. ¿Acaso los perros
van a precipitar a los hombres a una muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos
-¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al que yo no conocía sacando la espada-. En e
nombre del Rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre.
Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, mordiéndoles y golpeándoles come un
loco. Al poco rato, ambos me inmovilizaron, y vi a los coléricos perros abriendo la tierra y
lanzándola al aire con las patas como si fuera agua.
¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y
rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado
por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o
para enfrentarme varonilmente a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza ni amigo alguno.
Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades que le permitirían ser consciente de mi desgracia o
de la suya. ¡Estoy solo en este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!
[De Master Humphrey's Clock]
Para leer al atardecer
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.
Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la cumbre del Gran San
Ber nardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como si se hubiera
derramado sobre la cima de la montaña una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo
todavía de hundirse en la nieve.
Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos, que era alemán
Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían prestado a mí, sentado en otro banco
al otro lado de la puerta del convento, fumándome, mi cigarro, como ellos, y también como ellos con
templando la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros
retrasa dos iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría
región
Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue absorbido; la montaña, se
volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo; se levantó el viento y el aire se volvió terrible
mente frío. Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta
más seguro imitar, me abotoné el mío.
La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco correos. Era una vista
sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación. Pero ahora que la puesta de sol
42
había terminado, la reanudaron. Yo no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no
me había separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el
rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes de que
el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares que se había
conseguido nunca en un país.
-¡Dios mío! -dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece, tal como les suele
suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra pícara, y sólo tengo que ponerla en
esa lengua para que parezca inocente-. Si habla de fantasmas...
-Pero yo no hablo de fantasmas -contestó el alemán. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]