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a poco
habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que
conduce desde
aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados
más con la
esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo
de conocer
la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo
estaba
cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba
encarcelado en
las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del
farolillo
de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las veletas
de hierro
de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se
hallaba
situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les
aguardaba
impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas
palabras a
media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo
lóbrego recinto
la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con
las oscuras
y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo
a su
alrededor la vista-, que el local es de los menos a propósito
del mundo
para una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una
dama, y apenas
si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que
estamos en la
Siberia -añadió un tercero arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma,
que a todo
se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de
sus
asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una
buena fogata
en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán,
comenzó a
descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo
reunido una
gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del
presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de
fe con
aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los
que se
veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá,
la imagen
de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de
un grifo
asomado entre hojarascas.
A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se
derramó
por todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que
había llegado
la hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la
misma
ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó
dirigiéndose a los
convidados:
Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a
la
invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla
mayor
precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la
escalinata se detuvo
un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que
ocupaba la
tumba, les dijo con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis
pensamientos. Creo
que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba
su amigo,
y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de
todos los
labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles
negros,
arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y
la cara
vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una
mujer tan
bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni
el deseo
pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.
-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de
hallarse junto
a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los
ojos en
toda la noche.
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los
que
contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de
su triunfo.
-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he
conseguido a
duras penas, descifrar la inscripción de la tumba -contestó el
interpelado-; y, a lo que he podido colegir, pertenece a un
título de
Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran
Capitán. Su
nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se
llama Doña
Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al
original,
debió ser la mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que
no perdían
de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a
destapar algunas
de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre, empezó a
andar el
vino a la ronda.
A medida que las libaciones se hacían más numerosas y
frecuentes, y
el vapor del espumoso Champagne comenzaba a trastornar las
cabezas,
crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de
los cuales
éstos arrojaban a los monjes de granito adosados a los pilares
los cascos
de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz
canciones báquicas
y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en
carcajadas, batían
las palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con
blasfemias y
juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin
apartar los
ojos de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a
través del
confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su
vista, parecíale
que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer
real,
parecíale que entreabría los labios como murmurando una
oración; que se
alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las
manos con más
fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se
ruborizase ante
aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su
camarada,
le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y,
presentándole una
copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho
en toda la
noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en
alto, dijo
encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a
doña Elvira:
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus
armas,
merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de
Castilla a
cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de
Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una salva de
aplausos, y el
capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del
guerrero, y
con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez-, no creas que
te tengo
rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contrario, te
admiro como
un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a
mi vez
quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de
soldado..., no se
ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar
veinte
botellas...: ¡toma!
Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de
humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a
la cara
prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el
vino sobre
la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en
tono de
zumba- cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con
la gente de
piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a
los húsares
del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del
claustro dicen que
pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que
hacer a los
que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta
ocurrencia; pero el
capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en
la misma
idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se
tragaba al
menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no
creo, como
vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte
hoy como el
día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el
artista, que es
casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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