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que le regalas los rotuladores» y «Me dirás cómo pagamos
este mes este imprevisto».
Entonces mi abuelo se levantó de la silla como si
estuviera en el Congreso de los Diputados, levantó la
mano como para decir algo muy importante y dijo:
 No os preocupéis porque... voy un momento al
water.
No es que no nos tuviéramos que preocupar porque
iba al water, es que a veces las ganas le entran
repentinamente por culpa de la próstata maldita y tiene
que interrumpir las mejores frases de su vida. Volvió en
seguida:
 No os preocupéis porque esto lo va a arreglar el
abuelo Nicolás.
El Imbécil se puso a aplaudir. Para él todo es muy
sencillo en la vida; a mí me pasaba igual cuando era
pequeño.
 Catalina siguió diciendo mi abuelo en su silla del
Congreso de los Diputados , ni una palabra más.
Cuando mi madre se fue a recoger la cocina, mi
abuelo me pidió con bastante misterio más rotuladores. Yo
fui a la cartera y se los di. Me guiñó un ojo y salió por la
puerta sin decir esta boca es mía.
Me quedé sentado en el sofá, pero la curiosidad no
me dejaba vivir ni un segundo más en el globo terráqueo.
Salí por la puerta igual de sigilosamente que había salido
mi abuelo. Cuando vi lo que vi no podía creerlo. A ti te
hubiera pasado lo mismo:
Mi abuelo estaba pintando con los rotuladores otras
tres rayas del tercero al cuarto. Me acerqué a él muy
despacio y le dije bajito:
 Abuelo.
 Joé, Manolito, casi me matas del susto me
confesó.
Los dos hablábamos tan bajo como cuando estamos
en la cama.
 ¿Qué haces, abuelo?
 Voy a pintar las rayas hasta el cuarto, así nadie
tiene por qué echarte la culpa. Se la pueden echar también
al del cuarto. Por mucho que te acusen, tú niégalo todo. Y
ahora vete a casa.
Superpróstata actuaba de nuevo. Me metí en mi casa
y al cabo de cinco minutos empezamos a escuchar gritos
en el descansillo. Mi madre, el Imbécil y yo salimos a la
escalera. La Luisa subió desde el segundo, y uno, que no
sé cómo se llama, bajó desde el quinto. El del cuarto
gritaba:
 ¡De repente, abro la puerta y qué veo, a don
Nicolás haciendo rayas de rotulador al lado de mi puerta, y
claro, yo eso no lo puedo tolerar, hasta ahí podíamos
llegar!
Los vecinos empezaron a darse cuenta de que toda la
escalera tenía las famosas rayas. Mi madre estaba callada
y cuando mi madre está callada es que la Tierra ha dejado
de girar alrededor del Sol, eso está demostrado. La Luisa
tomó la palabra:
 Don Nicolás, estas cosas tienen un pase si las hace
un niño como Manolito, pero cuando las hace una persona
mayor son de juzgado de guardia.
Creo que era mi oportunidad histórica para decir que
había sido yo, pero mi abuelo se me adelantó:
 Señoras, señores dijo con la voz de los actores
cuando se mueren en las películas, creo que estoy a punto
de desmayarme.
Mi madre le cogió del brazo y se metieron los dos
para casa. Los vecinos se quedaron en silencio sin saber
qué decirse los unos a los otros. La Luisa, que siempre
tiene que romper el hielo, hizo un diagnóstico de urgencia:
 Eso es falta de riego sanguíneo. Mi abuelo empezó
también a hacer tonterías por falta de riego sanguíneo. A
los tres meses y medio murió.
Ahora sí que me puse a llorar. La Luisa me estrujó
entre sus brazos, me limpiaba las lágrimas con las manos;
las manos le olían a ajo; en casa de la Luisa hasta el postre
se come con ajo. Lo he visto con mis propias gafas.
El del cuarto no sabía dónde meterse, porque ahora
nadie veía bien eso de gritar a un abuelo con falta de riego
sanguíneo.
Salió mi madre, me salvó de los brazos estrujantes
de la Luisa y me puso entre los suyos. Las manos de mi
madre olían a Pril-Limón, que es el lavavajillas que se usa
en mi casa. Mi madre dijo:
 No quería que nadie lo supiera, pero... mi padre
tiene demencia senil, por eso ha hecho lo de la escalera,
porque pierde la cabeza. Pagaremos lo que haga falta.
La Luisa dijo que de ninguna manera, que al fin y al
cabo las rayas no molestaban a nadie y que había que tener
caridad de esos pobres ancianos que dentro de poco iban a
abandonar el planeta Tierra. Yo estaba alucinado: eso de
descubrir que tu abuelo es un viejo loco al que le quedan
tres meses y medio de vida era muy duro para un nieto
como yo.
Todo el mundo se despidió bastante triste; casi nos
estaban dando el pésame. El del cuarto se fue a su piso
como ese asesino de abuelos en el que se acababa de
convertir, y nosotros nos metimos en casa. A partir de ese
momento me quedé en un rincón mirando lo que hacía mi
abuelo: estaba tan pancho mojando un donuts de hacía
días en un vaso de leche.
A él siempre le gustan las cosas que se quedan duras,
el pan o los bollos, para deshacerlas en la leche con
azúcar. Es lo que él llama «el célebre soperío». De
repente, mi pobre abuelo me pareció muy raro: no era muy
normal que siempre prefiriera los bollos duros, el pan de
anteayer, que siempre fuera buscando en la nevera los
restos del día anterior. Mi madre siempre dice: «En mi
casa no se tira comida a la basura, de eso se encarga el
abuelo. Lo podían con tratar en el Vertedero.»
Me daba mucha pena tener un abuelo loco, la verdad.
Me daba pena y miedo: ¿Mira que si me atacaba al
anochecer?
El anochecer llegó y también la noche. Las cosas no
son fáciles cuando tienes la obligación de acostarte con un
abuelo loco, pero eso a nadie parecía importarle. Mi padre
protestaba por la cena, como siempre:
 Otra vez acelgas, otra vez pasto. Catalina, me
vas a matar de aburrimiento.
Y el Imbécil se reía con las tonterías de mi abuelo
como todas las noches, sin saber que no eran, tonterías
sino demencia por falta de riego sanguíneo. Le dije a mi
madre cuando me estaba lavando los pies para ir a
acostarme:
 ¿Puedo dormir con el Imbécil?
 Hijo mío, qué mosca te ha picado. Nunca has
querido acostarte con él, tuvimos que cerrar la terraza para
que pudieras estar con tu abuelo y ahora me dices que
quieres dormir con tu hermano. Estás como una cabra.
 ¿La locura es hereditaria?
 ¿No me estarás llamando loca?
 No, lo digo por el abuelo.
 Ah, ése dijo mi madre echándose a reír
misteriosamente , ése está como un cencerro.
El momento de la verdad había llegado. Mi abuelo y
yo a oscuras en la habitación, con la radio puesta como
todas las noches de nuestra vida.
 Venga, Manolito, majo, ven a calentarme los pies.
Eso me dijo, y me dio las veinticinco pesetas para la
hucha, como todas las noches de nuestra vida. Y yo me
metí en su cama. ¿Serías tú tan valiente de decirle que no a
un loco sin riego sanguíneo? Cuando los pies de mi abuelo
ya estaban calientes, suspiró y dijo la misma frase de antes
de dormir:
 Qué alivio, esto ya es otra cosa pero esa noche, mi
abuelo siguió hablando. Al principio casi me da un paro
cardíaco cuando el tío del cuarto abrió la puerta y me pilló
haciendo las rayas en su descansillo, luego se me ocurrió
lo del mareo, y luego a tu madre lo de la demencia senil.
No me dirás que no lo hemos hecho bien entre todos,
Manolito.
Mi madre diciendo mentiras, mi abuelo haciéndose
el loco, los vecinos tragándose la historia y yo... yo
también. Había veces que era más tonto de lo que parecía
a primera vista.
 Entonces, ¿ni estás loco ni te vas a morir dentro de
tres meses y medio?
 Pues no, estoy hecho una porquería pero tengo el
cerebro de un niño.
Jo, qué día había pasado. Mi arsenal de lágrimas se
había agotado, así que esperaba que al día siguiente no
pasara nada malo ni a mí me diera por cometer ningún
delito.
Lo que estaba claro era que a veces no sabía por qué
hacía las cosas.
 Abuelo, no sé por qué lo hice. No sé por qué pinté
la escalera con los rotuladores.
Entonces mi abuelo me dijo que no siempre uno
sabía por qué hacía las cosas. Mi abuelo me dijo que desde
que existen los rotuladores en el mundo mundial muchos
niños han pintado las paredes y ninguno de ellos sabía por
qué lo había hecho. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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