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según habían previsto Paco y Visita.
Al entrar en el salón la Regenta, De Pas interrumpió una frase
pausada y elegante, porque no pudo menos, y se inclinó saludando
sin gran confianza.
Detrás de Ana apareció Mesía, que traía la mejilla izquierda
algo encendida y se atusaba el rubio y sedoso bigote. Venía
mirando al frente, como quien ve lo que va pensando y no lo que
tiene delante. El Magistral le alargó la mano que Mesía estrechó
mientras decía:
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Leopoldo Alas, «Clarín»
-Señor Magistral, tengo mucho gusto...
Se trataban poco y con mucho cumplido. Ana los vio juntos,
los dos altos, un poco más Mesía, los dos esbeltos y elegantes,
cada cual según su género; más fornido el Magistral, más noble
de formas don Álvaro, más inteligente por gestos y mirada el
clérigo, más correcto de facciones el elegante.
Don Álvaro ya miraba al Provisor con prevención, ya le temía;
el Provisor no sospechaba que don Álvaro pudiera ser el enemigo
tentador de la Regenta; si no le quería bien, era por considerar
peligrosa para la propia la influencia del otro en Vetusta, y porque
sabía que sin ser adversario declarado y boquirroto de la Iglesia,
no la estimaba. Cuando le vio con Anita en la ventana,
conversando tan distraídos de los demás, sintió don Fermín un
malestar que fue creciendo mientras tuvo que esperar su
presencia.
Ana le sonrió con dulzura franca y noble y con una humildad
pudorosa que aludía, con el rubor ligero que la mostraba, a los
secretos confesados la tarde anterior. Recordó todo lo que se
habían dicho y que había hablado como con nadie en el mundo
con aquel hombre que le había halagado el oído y el alma con
palabras de esperanza y consuelo, con promesas de luz y de
poesía, de vida importante, empleada en algo bueno, grande y
digno de lo que ella sentía dentro de sí, como siendo el fondo del
alma. En los libros algunas veces había leído algo así, pero ¿qué
vetustense sabía hablar de aquel modo? Y era muy diferente leer
tan buenas y bellas ideas, y oírlas de un hombre de carne y hueso,
que tenía en la voz un calor suave y en las letras silbantes música,
y miel en palabras y movimientos. También recordó Ana la carta
que pocas horas antes le había escrito, y éste era otro lazo
agradable, misterioso, que hacía cosquillas a su modo. La carta
era inocente, podía leerla el mundo entero; sin embargo, era una
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La Regenta
carta de que podía hablar a un hombre, que no era su marido, y
que este hombre tenía acaso guardada cerca de su cuerpo y en la
que pensaba tal vez.
No trataba Ana de explicarse cómo esta emoción ligeramente
voluptuosa se compadecía con el claro concepto que tenía de la
clase de amistad que iba naciendo entre ella y el Magistral. Lo
que sabía a ciencia cierta era que en don Fermín estaba la
salvación, la promesa de una vida virtuosa sin aburrimiento, llena
de ocupaciones nobles, poéticas, que exigían esfuerzos,
sacrificios, pero que por lo mismo daban dignidad y grandeza a la
existencia muerta, animal, insoportable que Vetusta la ofreciera
hasta el día. Por lo mismo que estaba segura de salvarse de la
tentación francamente criminal de don Álvaro, entregándose a
don Fermín, quería desafiar el peligro y se dejaba mirar a las
pupilas por aquellos ojos grises, sin color definido, transparentes,
fríos casi siempre, que de pronto se encendían como el fanal de
un faro, diciendo con sus llamaradas desvergüenzas de que no
había derecho a quejarse. Si Ana, asustada, otra vez buscaba
amparo en los ojos del Magistral, huyendo de los otros, no
encontraba más que el telón de carne blanca que los cubría,
aquellos párpados insignificantes, que ni discreción expresaban
siquiera, al caer con la casta oportunidad de ordenanza.
Pero al conversar, don Fermín no tenía inconveniente en mirar
a las mujeres; miraba también a la Regenta, porque entonces sus
ojos no eran más que un modo de puntuación de las palabras; allí
no había sentimiento, no había más que inteligencia y ortografía.
En silencio y cara a cara era como él no miraba a las señoras si
había testigos.
Don Álvaro vio que mientras la conversación general ocupaba
a todos los convidados, que esperaban en el salón, en pie los más,
la voz que les llamase a la mesa, Ana disimuladamente se había
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Leopoldo Alas, «Clarín»
acercado al Magistral y junto a un balcón le hablaba un poco
turbada y muy quedo, mientras sonreía ruborosa.
Mesía recordó lo que Visitación le había dicho la tarde
anterior: cuidado con el Magistral, que tiene mucha teología
parda. Sin que nadie le instigara era él ya muy capaz de pensar
groseramente de clérigos y mujeres. No creía en la virtud; aquel
género de materialismo que era su religión, le llevaba a pensar [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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